El sostenido aumento del promedio de la vida humana
en los últimos decenios hizo que la vejez
sea considerada como una prolongación natural
y esperable de la edad adulta. Cada vez es mayor
el número de personas que logran arribar
a la vejez, pero resulta cada vez más evidente
que llegan de muy distinta manera. Hay quienes abordan
esta edad en un estado de cierta creatividad y serenidad;
a otros, se los ve notoriamente tristes y desesperanzados.
Existen aquellos que hacen un uso criterioso de
lo conquistado a través de toda una vida
de trabajo y aprendizaje; pero, en otros casos,
predomina un sentimiento de vacío que va
más allá de toda razón y esperanza.
Para algunos, la tercera edad es la gran oportunidad
para desarrollar y disfrutar intereses largamente
postergados y, para muchos otros, todo lo bueno
ya pasó, y el futuro aparece sin esperanzas
ni ilusiones. Es obvio que también el factor
económico existe. No se puede ignorar una
cuestión que afecta a tantos de los que transitan
por esta edad y ya no se encuentran en condiciones
de trabajar; pero del mismo modo es cierto que personas
sin dificultades de este orden no presentan, a pesar
de esta ventaja material, mejores condiciones anímicas.
Ocurre que un factor definitorio es, justamente,
de tipo económico, pero de otra economía,
de la "economía psíquica";
es decir: de la particular manera en la cual cada
persona otorga significado, siente y elabora -o
no- las transformaciones y circunstancias de su
vida.
Las pruebas de la edad
Al transitar por la tercera edad, queda puesta a
prueba la batería de recursos con los que
cuenta cada "economía psíquica".
Aceptar sucesivas pérdidas por el fallecimiento
de personas cercanas o por el necesario alejamiento
con que los hijos inician sus caminos; acomodarse
a la disminución de las posibilidades laborales
con la consiguiente merma de nivel económico
y social, prestigio e identidad personal, son algunas
de estas pruebas. Pero hay más. También
será necesario tolerar las alteraciones generales
de la "imagen del cuerpo", las dificultades
para centrar la atención o para poder recordar
lo que ocurrió tan sólo hace un rato.
Cambios considerados normales y propios del envejecimiento
pero que, desde el punto de vista psicológico,
exigen un alto esfuerzo y pueden resultar difíciles
de aceptar.
Pero, por suerte, existen fuentes especiales
que alimentan y compensan esta "economía"
tan exigida.
Los afectos constituyen una de las fuentes de energía
-la más importante, quizá- que sostienen
este trabajo. Del mismo modo que en todas las demás
etapas de la vida, también en ésta
los vínculos afectivos son definitorios.
Se necesita del amor, del respeto, de la compañía
de las personas significativas para abastecerse
de la fuerza y el sostén necesarios. Y en
ocasiones, tanto necesita el adulto mayor del aporte
afectivo que llega a aferrarse a los vínculos
para reforzar su autoestima. Esta es, mayormente,
la causa por la que la falta de la visita semanal
de un hijo, o del llamado telefónico diario,
puede desencadenar reacciones depresivas o represivas.
Mana, por ejemplo, dice: "Mi hijo no me llamó
anoche por teléfono. Me sentí muy
mal, casi no pude dormir, a las ocho de la mañana
lo llamé y le dije: ¿no tenías
un minuto para llamarme, para preguntar cómo
estoy, o si necesito algo?"
Pero aferrarse a los vínculos no es el mejor
camino; resulta angustioso y, por el agobio que
producen las demandas afectivas exageradas, suele
conducir a resultados opuestos a los deseados: en
lugar de mantener cerca a las personas, las aleja.
Hay posibilidades mejores. Cuando el trabajo de
elaboración psíquica alcanzó
a ser fructífero, el producto aparece como
una postura de aceptación, toma de conciencia
y comprensión. Aceptación de las pérdidas
que el envejecer trae consigo; toma de conciencia
de lo que cada uno siente y necesita expresar; comprensión
de los propios deseos, intereses, metas posibles
y también -¿por qué no?- las
imposibles. Y cuando es así, cuando se puede
recibir el transcurso del tiempo sin amargura ni
rencor, los años premian con algunos beneficios:
ser más tolerante, ser más amplio
en el pensamiento, estar más abierto a lo
nuevo -a lo genuinamente nuevo, no a lo simplemente
novedoso-, ser más espontáneo en la
expresión y más profundo en el sentimiento,
disfrutar con conciencia del privilegio de ser abuelo,
son algunas de las buenas cosas que traen los años.
La ayuda profesional
En ocasiones, la elaboración psíquica
se encuentra muy dificultada, se vuelve excesivamente
trabajosa y los resultados son magros. La ayuda
profesional es lo indicado en estos casos. Pero,
¿qué podemos hacer los psicoterapeutas?
Pensamos nuestra tarea como una ayuda para completar
estos procesos espontáneos. Descubrir aspiraciones
y anhelos y ponerlos en práctica; conectarse
con los amigos que uno dejó de ver; retomar
el cuidado del aspecto físico, ocuparse de
la casa; en definitiva, ampliar los horizontes de
la vida, son logros posibles de esta tarea conjunta
entre el paciente y el terapeuta.
La experiencia nos ha demostrado que la mejor ayuda
que podemos ofrecer al adulto mayor es aquella que
se asienta sobre nuestra apertura afectiva. De esta
manera se crean espacios de confianza en los cuales
se puede hablar libremente, en los que "se
está con alguien" -el psicoterapeuta-
que escucha con verdadero interés, sin juzgar
ni exigir, que respeta deseos, que muestra posibilidades
que parecían definitivamente cerradas y mantiene
siempre abierta la posibilidad de elegir.
* Psicóloga del Equipo de Tercera
Edad del
Departamento de Psiquiatría